sábado, 3 de marzo de 2012

Cronistas de Indias 3: Bartolomé de las Casas








Brevísima relación de la destrucción de las Indias, por Bartolomé de las Casas
(fragmentos y adapt.)
Todas estas infinitas gentes crió Dios los más simples que hay en el mundo, sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales e a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bullicios, no lujuriosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas . Son las gentes más delicadas, flacas y tiernas en complisión6 e que menos pueden aguantar trabajos y que más fácilmente mueren de cualquier enfermedad.
Son también gentes paupérrimas y que menos poseen ni quieren poseer bienes temporales; e por esto no soberbias, no ambiciosas, no codiciosas. Su comida es tal, que la de los santos padres en el desierto no parece haber sido más estrecha ni menos deleitosa ni pobre. Sus vestidos, comúnmente, son en cueros, cubiertas sus vergüenzas, cuando mucho cúbrense con una manta de algodón. Sus camas son encima de una estera, cuando mucho, duermen en unas como redes colgadas, que en lengua de la isla Española llamaban hamacas. (…)
En estas ovejas mansas, y así dotadas de las calidades dichas por su Hacedor , entraron los españoles, como lobos e tigres y leones cruelísimos hambrientos de muchos días . Y otra cosa no han hecho de cuarenta años hasta hoy, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad, de las cuales algunas pocas abajo se dirán, en tanto grado, que habiendo en la isla Española sobre tres cuentos de ánimas que vimos, no hay hoy de los naturales de ella docientas personas. La isla de Cuba es cuasi tan luenga como desde Valladolid a Roma; está hoy cuasi toda despoblada. La isla de Sant Juan e la de Jamaica, islas muy grandes e muy felices e graciosas, ambas están asoladas. Las islas de los Lucayos, que están comarcanas a la Española y a Cuba por la parte del Norte, que son más de sesenta con las que llamaban de Gigantes e otras islas grandes e chicas, e que la peor dellas es más fértil e graciosa que la huerta del rey de Sevilla, e la más sana tierra del mundo, en las cuales había más de quinientas mil ánimas, no hay hoy una sola criatura. (…)
Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que era peor que el verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en Sevilla), no quiso ahogarlos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen y atizoles el fuego hasta que se asaron de despacio como él quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas. Y porque toda la gente que huir podía se encerraba en los montes y subía a las sierras huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias, extirpadores y capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles, perros bravísimos que en viendo un indio lo hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un puerco. Estos perros hicieron grandes estragos y carnecerías. Y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí, que por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios. (…)
Y la cura o cuidado que dellos tuvieron fué enviar los hombres a las minas a sacar oro, que es trabajo intolerable, e las mujeres ponían en las estancias, que son granjas, a cavar las labranzas y cultivar la tierra, trabajo para hombres muy fuertes y recios. No daban a los unos ni a las otras de comer sino yerbas y cosas que no tenían sustancia; secábaseles la leche de las tetas a las mujeres paridas, e así murieron en breve todas las criaturas. Y por estar los maridos apartados, que nunca vían a las mujeres, cesó entre ellos la generación; murieron ellos en las minas, de trabajos y hambre, y ellas en las estancias o granjas, de lo mesmo, e así se acabaron tanta e tales multitudes de gentes de aquella isla; e así se pudiera haber acabado todas las del mundo. Decir las cargas que les echaban de tres y cuatro arrobas, e los llevaban ciento y doscientas leguas (y los mismos cristianos se hacían llevar en hamacas, que son como redes, acuestas de los indios), porque siempre usaron dellos como de bestias para cargar. Tenían mataduras en los hombros y espaldas, de las cargas, como muy matadas bestias; decir asimismo los azotes, palos, bofetadas, puñadas, maldiciones e otros mil géneros de tormentos que en los trabajos les daban, en verdad que en mucho tiempo ni papel no se pudiese decir e que fuese para espantar los hombres.
Y es de notar que la perdición destas islas y tierras se comenzaron a perder y destruir desde que allá se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, que fué el año de mil e quinientos e cuatro, porque hasta entonces sólo en esta isla se habían destruído algunas provincias por guerras injustas, pero no de todo, y éstas por la mayor parte y cuasi todas se le encubrieron a la Reina. Porque la Reina, que haya santa gloria, tenía grandísimo cuidado e admirable celo a la salvación y prosperidad de aquellas gentes, como sabemos los que lo vimos y palpamos con nuestros ojos e manos los ejemplos desto.























De la provincia e reyno de Guatimala
Llegado al dicho reino hizo en la entrada dél mucha matanza de gente; y no obstante esto, salióle a rescebir en unas andas e con trompetas y atabales e muchas fiestas el señor principal con otros muchos señores de la ciudad de Altatlán, cabeza de todo el reino, donde le sirvieron de todo lo que tenían, en especial dándoles de comer cumplidamente e todo lo que más pudieron. Aposentáronse fuera de la ciudad los españoles aquella noche, porque les paresció que era fuerte y que dentro pudieran tener peligro. Y otro día llama al señor principal e otros muchos señores, e venidos como mansas ovejas, préndelos todos e dice que le den tantas cargas de oro. Responden que no lo tienen, porque aquella tierra no es de oro. Mándalos luego quemar vivos, sin otra culpa ni otro proceso ni sentencia.
Desque vieron los señores de todas aquellas provincias que habían quemado aquellos señor y señores supremos, no más de porque no daban oro, huyeron todos de sus pueblos metiéndose en los montes, e mandaron a toda su gente que fuesen a los españoles y les sirviesen como a señores, pero que no les descubriesen diciéndoles dónde estaban. Viénense toda la gente de la tierra a decir que querían ser suyos e servirles como a señores. Respondía este piadoso capitán que no los querían rescebir, antes los habían de matar a todos si no descubrían dónde estaban los señores. Decían los indios que ellos no sabían dellos, que se sirviesen dellos y de sus mujeres e hijos y que en sus casas los hallarían; allí los podían matar o hacer dellos lo que quisiesen; y esto dijeron y ofrescieron e hicieron los indios muchas veces. Y cosa fué esta maravillosa, que iban los españoles a los pueblos donde hallaban las pobres gentes trabajando en sus oficios con sus mujeres y hijos seguros e allí los alanceaban e hacían pedazos. Y a pueblo muy grande e poderoso vinieron (que estaban descuidados más que otros e seguros con su inocencia) y entraron los españoles y en obra de dos horas casi lo asolaron, metiendo a espada los niños e mujeres e viejos con cuantos matar pudieron que huyendo no se escaparon.
Desque los indios vieron que con tanta humildad, ofertas, paciencia y sufrimiento no podían quebrantar ni ablandar corazones tan inhumanos e bestiales, e que tan sin apariencia ni color de razón, e tan contra ella los hacían pedazos; viendo que así como así habían de morir, acordaron de convocarse e juntarse todos y morir en la guerra, vengándose como pudiesen de tan crueles e infernales enemigos, puesto que bien sabían que siendo no sólo inermes, pero desnudos, a pie y flacos, contra gente tan feroz a caballo e tan armada, no podían prevalecer, sino a1 cabo ser destruídos. Entonces inventaron unos hoyos en medio de los caminos donde cayesen los caballos y se hincasen por las tripas unas estacas agudas y tostadas de que estaban los hoyos llenos, cubiertos por encima de céspedes e yerbas que no parecía que hubiese nada. Una o dos veces cayeron caballos en ellos no más, porque los españoles se supieron dellos guardar, pero para vengarse hicieron ley los españoles que todos cuantos indios de todo género y edad tomasen a vida, echasen dentro en los hoyos. Y así las mujeres preñadas e paridas e niños y viejos e cuantos podían tomar echaban en los hoyos hasta que los henchían, traspasados por las estacas, que era una gran lástima ver, especialmente las mujeres con sus niños. Todos los demás mataban a lanzadas y a cuchilladas, echábanlos a perros bravos que los despedazaban e comían, e cuando algún señor topaban, por honra quemábanlo en vivas llamas. Estuvieron en estas carnicerías tan inhumanas cerca de siete años, desde el año de veinte y cuatro hasta el año de treinta o treinta y uno: júzguese aquí cuánto sería el número de la gente que consumirían.
Del reino de Yucatán
Cuando se salían los españoles de aquel reino dijo uno a un hijo de un señor de cierto pueblo o provincia que se fuese con él; dijo el niño que no quería dejar su tierra. Responde el español: "Vete conmigo; si no, cortarte he las orejas." Dice el muchacho que no. Saca un puñal e córtale una oreja y después la otra. Y diciéndole el muchacho que no quería dejar su tierra, córtale las narices, riendo y como si le diera un repelón no más.
Este hombre perdido se loó e jactó delante de un venerable religioso, desvergonzadamente, diciendo que trabajaba cuanto podía por empreñar muchas mujeres indias, para que, viéndolas preñadas, por esclavas le diesen más precio de dinero por ellas.
En este reino o en una provincia de la Nueva España, yendo cierto español con sus perros a caza de venados o de conejos, un día, no hallando qué cazar, parescióle que tenían hambre los perros, y toma un muchacho chiquito a su madre e con un puñal córtale a tarazones los brazos y las piernas, dando a cada perro su parte; y después de comidos aquellos tarazones échales todo el corpecito en el suelo a todos juntos. Véase aquí cuánta es la insensibilidad de los españoles en aquellas tierras e cómo los ha traído Dios in reprobus sensus, y en qué estima tienen a aquellas gentes, criadas a la imagen de Dios e redimidas por su sangre. Pues peores cosas veremos abajo. (…) Estas, pues, son las obras de los españoles que van a las Indias, que verdaderamente muchas e infinitas veces, por la codicia que tienen de oro, han vendido y venden hoy en este día e niegan y reniegan a Jesucristo.
De la costas de las Perlas y de Paria y de la isla Trinidad
Es esta averiguada verdad, que nunca traen navío cargado de indios, así robados y salteados, como he dicho, que no echan a la mar muertos la tercia parte de los que meten dentro, con los que matan por tomarlos en sus tierras. La causa es porque como para conseguir su fin es menester mucha gente para sacar más dineros por más esclavos, e no llevan comida ni agua sino poca, por no gastar los tiranos que se llaman armadores, no basta apenas sino poco más de para los españoles que van en el navío para saltear y así falta para los tristes, por lo cual mueren de hambre y sed, y el remedio es dar con ellos en la mar. Y en verdad que me dijo hombre dellos que desde las islas de los. Lucayos, donde se hicieron grandes estragos desta manera, hasta la isla Española, que son sesenta o setenta leguas, fuera un navío sin aguja y sin carta de marear, guiándose solamente por el rastro de los indios que quedaban en la mar echados del navío muertos.

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