viernes, 15 de junio de 2012

Cien años de soledad, de G.G. Márquez-5-autobiografía











A medida que vayamos leyendo la obra, iremos viendo cómo el narrador de Cien años...retoma y reelabora episodios autobiográficos de G.G. Márquez, narrados en Vivir para contarla.


PRIMERA SELECCIÓN DE FRAGMENTOS

"Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: «Vaya con cuidado porque son locos de remate». Llego a las doce en punto. Se abrió paso con su andar ligero por entre las mesas de libros en exhibición, se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con la sonrisa picara de sus días mejores, y antes que yo pudiera reaccionar, me dijo:
-Soy tu madre.
Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal. Antes de nada, aun antes de abrazarme, me dijo con su estilo ceremonial de costumbre:
-Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa (…)

Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosí
mil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día. Desde mi nacimiento oí repetir sin descanso que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company fueron construidos de noche, porque de día era imposible agarrar las herramientas recalentadas al sol.
…(mi madre) Había nacido en una casa modesta, pero creció en el esplendor efímero de la compañía bananera, del cual le quedó al menos una buena educación de niña rica en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Durante las vacaciones de Navidad bordaba en bastidor con sus amigas, tocaba el clavicordio en los bazares de caridad y asistía con una tía chaperona a los bailes más depurados de la timorata aristocracia local, pero nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo. Sus virtudes más notorias desde entonces eran el sentido del humor y la salud de hierro que las insidias de la adversidad no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente, y también desde entonces la menos sospechable, era el talento exquisito con que lograba disimular la tremenda fuerza de su carácter: un Leo perfecto. Esto le había permitido establecer un poder matriarcal cuyo dominio alcanzaba hasta los parientes más remotos en los lugares menos pensados, como un sistema planetario que ella manejaba desde su cocina, con voz tenue y sin parpadear apenas, mientr
as hervía la marmita de los frijoles. (...)

Tratar de convencer a mis padres de semejante locura (ser "solamente" escritor) cuando habían fundado en mí tantas esperanzas y habían gastado tantos dineros que no tenían, era tiempo perdido. Sobre todo a mi padre, que me habría perdonado lo que fuera, menos que no colgara en la pared cualquier diploma académico que él no pudo tener. La comunicación se interrumpió. Casi un año después seguía pensando en visitarlo para darle mis razones, cuando mi madre apareció para pedirme que la acompañara a vender la casa. Sin embargo, ella no hizo ninguna mención del asunto hasta después de la medianoche, en la lancha, cuando sintió como una revelación sobrenatural que había encontrado por fin la ocasión propicia para decirme lo que sin duda era el motivo real de su viaje, y empezó con el modo y el tono y las palabras milimétricas que debió madurar en la soledad de s
us insomnios desde mucho antes de emprenderlo.
-Tu papá está muy triste -dijo.
Ahí estaba, pues, el infierno tan temido. Empezaba como siempre, cuando menos se esperaba, y con una voz sedante que no había de alterarse ante nada. Sólo por cumplir con el ritual, pues conocía de sobra la respuesta, le pregunté:
-¿Y eso por qué?
-Porque dejaste los estudios.
-No los dejé -le dije-. Sólo cambié de carrera.
La idea de una discusión a fondo le levantó el ánimo.
-Tu papá dice que es lo mismo -dijo. A sabiendas de que era falso, le dije:
-También él dejó de estudiar para tocar el violín.
-No fue igual -replicó ella con una gran vivacidad-. El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.
-Yo también vivo de escribir en los periódicos -le dije.
-Eso lo dices para no mortificarme -dijo ella-. Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí.
-Yo tampoco la reconocí a usted -le dije.
-Pero no por lo mismo -dijo ella-. Yo pensé que eras un limosnero. -Me miró las sandalias gastadas, y agregó-: Y sin medias.
-Es más cómodo -le dije-. Dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?
-Un poquito de dignidad -dijo ella. Pero enseguida lo suavizó en otro tono-: Te lo digo por lo mucho que te queremos.
-Ya lo sé -le dije-. Pero dígame una cosa: ¿usted en mi lugar no haría lo mismo?
-No lo haría -dijo ella- si con eso contrariara a mis padres.
Acordándome de la tenacidad con que logró forzar la oposición de su familia para casarse, le dije riéndome:
-Atrévase a mirarme.
Pero ella me esquivó con seriedad, porque sabía demasiado lo que yo estaba pensando.
-No me casé mientras no tuve la bendición de mis padres -dijo-. A la fuerza, de acuerdo, pero la tuve (…)











Pasamos frente al barrio de tolerancia al otro lado de la línea del tren, con casitas de colores con techos oxidados y los viejos loros de Paramaribo que llamaban a los clientes en portugués desde los aros colgados en los aleros. Pasamos por el abrevadero de las locomotoras, con la inmensa bóveda de hierro en la cual se refugiaban para dormir los pájaros migratorios y las gaviotas perdidas. Bordeamos la ciudad sin entrar, pero vimos las calles anchas y desoladas, y las casas del antiguo esplendor, de un solo piso con ventanas de cuerpo entero, donde los ejercicios de piano se repetían sin descanso desde el amanecer. De pronto, mi madre señaló con el dedo.
-Mira -me dijo-. Ahí fue donde se acabó el mundo.
Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en 1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano. Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria: el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla….
En la población de Riofrío subieron varias familias de aruhacos cargados con mochilas repletas de aguacates de la sierra, los más apetitosos del país. Recorrieron el vagón a saltitos en ambos sentidos buscando dónde sentarse, pero cuando el tren reanudó la marcha sólo quedaban dos mujeres blancas con un niño recién nacido, y un cura joven. El niño no paró de llorar en el resto del viaje. El cura llevaba botas y casco de explorador, una sotana de lienzo basto con remiendos cuadrados, como una vela de marear, y hablaba al mismo tiempo que el niño lloraba y siempre como si estuviera en el púlpito. El tema de su prédica era la posibilidad de que la compañía bananera regresara. Desde que ésta se fue no se hablaba de otra cosa en la Zona y los criterios estaban divididos entre los que querían y los que no querían que volviera, pero todos lo daban por seguro. El cura estaba en contra, y lo expresó con una razón tan personal que a las mujeres les pareció disparatada:
-La compañía deja la ruina por donde pasa. (...)
La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos. Nadie se salvaba de sus estragos. Desde la ventanilla del vagón se veían los hombres sentados en la puerta de sus casas y bastaba con mirarles la cara para saber lo que esperaban. Las lavanderas en las playas de caliche miraban pasar el tren con la misma esperanza. Cada forastero que llegaba con un maletín de negocios les parecía que era el hombre de la United Fruit Company que volvía a restablecer el pasado. En todo encuentro, en toda visita, en toda carta surgía tarde o temprano la frase sacramental: «Dicen que la compañía vuelve». Nadie sabía quién lo dijo, ni cuándo ni por qué, pero nadie lo ponía en duda.
(…) Recordaba las ciudades privadas de los gringos en Aracataca y en Sevilla, al otro lado de la vía férrea, cercadas con mallas metálicas como enormes gallineros electrificados que en los días frescos del verano amanecían negras de golondrinas achicharradas. Recordaba sus lentos prados azules con pavorreales y codornices, las residencias de techos rojos y ventanas alambradas y mesitas redondas con sillas plegables para comer en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. A veces, a través de la cerca de alambre, se veían mujeres bellas y lánguidas, con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, que cortaban las flores de sus jardines con tijeras de oro.
El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los macondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.
El tren pasaba a las once por la finca Macondo, y diez minutos después se detenía en Aracataca. ..
-Ésos son los terrenos que le vendieron a papá con el cuento de que había oro -dijo.
Pasó como una exhalación la casa de los maestros adventistas, con su jardín florido y un letrero en el portal: The sun shines for all.
-Fue lo primero que aprendiste en inglés -dijo mi madre.
-Lo primero no -le dije-: Lo único.
Pasó el puente de cemento y la acequia con sus aguas turbias, de cuando los gringos desviaron el río para llevárselo a las plantaciones.
El espacio común (en la casa familiar) de la oficina y la platería estaba vedado a las mujeres, por obra de nuestra cultura caribe, como lo estaban las cantinas del pueblo por orden de la ley. Sin embargo, con el tiempo terminó por ser un cuarto de hospital, donde murió la tía Petra y sobrellevó los últimos meses de una larga enfermedad Wenefrida Márquez, hermana de Papalelo. De allí en adelante empezaba el paraíso hermético de las muchas mujeres residentes y ocasionales que pasaron por la casa durante mi infancia. Yo fui el único varón que disfrutó de los privilegios de ambos mundos. (...)
Al fondo del corredor había dos cuartos que me estaban prohibidos. En el primero vivía mi prima Sara Emilia Márquez, una hija de mi tío Juan de Dios antes de su matrimonio, que fue criada por los abuelos. Además de una prestancia natural desde muy niña, tenía una personalidad fuerte que me abrió mis primeros apetitos literarios con una preciosa colección de cuentos de Calleja, ilustrados a todo color, a la que nunca me dio acceso por temor de que se la desordenara. Fue mi primera y amarga frustración de escritor.
El último cuarto era un depósito de trastos y baúles jubilados, que mantuvieron en vilo mi curiosidad durante años, pero que nunca me dejaron explorar. Más tarde supe que allí estaban también las setenta bacinillas que compraron mis abuelos cuando mi madre invitó a sus compañeras de curso a pasar vacaciones en la casa. (...)

El drama fue en Barrancas(...) El adversario era un gigante dieciséis años menor que él (el abuelo del narrador) liberal de hueso colorado, como él, católico militante, agricultor pobre, casado reciente y con dos hijos, y con un nombre de hombre bueno: Medardo Pacheco. Lo más triste para el coronel debió ser que no fuera ninguno de los numerosos enemigos sin rostro que se le atravesaron en los campos de batalla, sino un antiguo amigo, copartidario y soldado suyo en la guerra de los Mil Días, al que tuvo que enfrentar a muerte cuando ya ambos creían ganada la paz.
Fue el primer caso de la vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlo. Desde que tuve uso de razón me di cuenta de la magnitud y el peso que aquel drama tenía en nuestra casa, pero sus pormenores se mantenían entre brumas. Mi madre, con apenas tres años, lo recordó siempre como un sueño improbable. Los adultos lo embrollaban delante de mí para confundirme, y nunca pude armar el acertijo porque cada quien, de ambos lados, colocaba las piezas a su modo. La versión más confiable era que la madre de Medardo Pacheco lo había instigado a que vengara su honra, ofendida por un comentario infame que le atribuían a mi abuelo. Éste lo desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal. Nunca supe a ciencia cierta cuál fue. Herido en su honor, el abuelo lo desafió a muerte sin fecha fija.
Una muestra ejemplar de la índole del coronel fue el tiempo que dejó pasar entre el desafío y el duelo.
Arregló sus asuntos con un sigilo absoluto para garantizar la seguridad de su familia en la única alternativa que le deparaba el destino: la muerte o la cárcel. Empezó por vender sin la menor prisa lo poco que le quedó para subsistir después de la última guerra: el taller de platería y una pequeña finca que heredó de su padre, en la cual criaba chivos de sacrificio y cultivaba una parcela de caña de azúcar. Al cabo de seis meses guardó en el fondo de un armario la plata reunida, y esperó en silencio el día que él mismo se había señalado: 12 de octubre de 1908, aniversario del descubrimiento de América.
Medardo Pacheco vivía en las afueras del pueblo, pero el abuelo sabía que no podía faltar aquella tarde a la procesión de la Virgen del Pilar. Antes de salir a buscarlo, escribió a su mujer una carta breve y tierna, en la cual le decía dónde tenía escondido su dinero, y le dio algunas instrucciones finales sobre el porvenir de los hijos. La dejó debajo de la almohada común, donde sin duda la encontraría su mujer cuando se acostara a dormir, y sin ninguna clase de adioses salió al encuentro de su mala hora
Aun las versiones menos válidas coinciden en que era un lunes típico del octubre caribe, con una lluvia triste de nubes bajas y un viento funerario. Medardo Pacheco, vestido de domingo, acababa de entrar en un callejón ciego cuando el coronel Márquez le salió al paso. Ambos estaban armados. Años después, en sus divagaciones lunáticas, mi abuela solía decir: «Dios le dio a Nicolasito la ocasión de perdonarle la vida a ese pobre hombre, pero no supo aprovecharla». Quizás lo pensaba porque el coronel le dijo que había visto un relámpago de pesadumbre en los ojos del adversario tomado de sorpresa. También le dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los matorrales, emitió un gemido sin palabras, «como el de un garito mojado». La tradición oral atribuyó a Papalelo una frase retórica en el momento de entregarse al alcalde: «La bala del honor venció a la bala del poder»…
El hecho dividió a las familias del pueblo, incluso a la del muerto. Una parte de ésta se propuso vengarlo, mientras que otros a me impresionaban tanto en la niñez que no sólo asumí el peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora, mientras lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por la mía.
A Papalelo lo trasladaron a Riohacha para mayor seguridad, y más tarde a Santa Marta, donde lo condenara un año: la mitad en reclusión y la otra en régimen abierto. Tan pronto como fue libre viajó con la familbreve tiempo a la población de Ciénaga, luego a Panamá, donde tuvo otra hija con un amor casual, y por fin al insalubre y arisco corregimiento de Aracataca, el empleo de colector de hacienda departamental.
Cuando el abuelo trató de entusiasmar a la familia con la fantasía de que allí –Aracataca- el dinero corría por las calles, Mina había dicho: «La plata es el cagajón del diablo». Para mi madre fue el reino de todos los terrores. El más antiguo que recordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era muy niña. «Se oían pasar como un viento de piedras», me dijo cuando fuimos a vender la casa. La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y el flagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería.
En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de un polvo astral. En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas. La United Fruit Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró los cuerpos del cementerio. (...)

La desdicha familiar culminó a los dos años de vivir en Aracataca, con la muerte de Margarita María Miniata, que era la luz de la casa. Su daguerrotipo estuvo expuesto durante años en la sala, y su nombre ha venido repitiéndose de una generación a otra como una más de las muchas señas de identidad familiar. Las generaciones recientes no parecen conmovidas por aquella infanta de faldas rizadas, botitas blancas y una trenza larga hasta la cintura, que nunca harán coincidir con la imagen retórica de una bisabuela, pero tengo la impresión de que bajo el peso de los remordimientos y las ilusiones frustradas de un mundo mejor, aquel estado de alarma perpetua era para mis abuelos lo más parecido a la paz. Hasta la muerte continuaron sintiéndose forasteros en cualquier parte (..)..
Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condición de hijo natural de una soltera que lo había tenido a la módica edad de catorce años por un tropiezo casual con un maestro de escuela. Se llamaba Argemira García Paternina, una blanca esbelta de espíritu libre que tuvo otros cinco hijos y dos hijas de tres padres distintos con los que nunca se casó ni convivió bajo un mismo techo. (...)


No hay comentarios: