viernes, 15 de junio de 2012

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: 2


El Mito del Eterno Retorno de Mircea Eliade por Miguel Calvo
El hombre moderno se afana por hacerse de un lugar en la historia, por dejar un legado, por poner su granito de arena antes que su menesteroso tiempo se acabe. Su vida es siempre agónica. La realización de sus sueños es únicamente jurisdicción del futuro. El hombre sagrado, por el contrario, no espera que el tiempo desarrolle aquello que no estuvo aquí desde siempre. El mundo fue, es y será esencialmente el mismo, y sólo cobra sentido en la medida que nos vuelve a llevar a ese centro sagrado, fundacional, una y otra vez, en eterno retorno.
La obra de Mircea Eliade
Percibir la historia equivale a profundizar en los límites, y a buscar, lógicamente, un sentido a ese período acotado entre un principio y un fin. Se trata de un planteo en donde se enfrenta lo temporal (y por tanto finito) a aquello que logra superar esta noción fatalmente limitada. Cabría entonces hablar bien de “lo atemporal”, bien de “lo infinito”.
El primer término incumbe a las religiones, en tanto estas profesan la creencia en algo trascendente por sobre el se desarrolla la historia. Una historia que termina al re-fundirse en esta noción atemporal. Esta acepción de re-ligazón (que toda religión posee en su sentido etimológico) es la que lleva al autor a retomar el mito del eterno retorno (esbozado por Schopenhauer y definido por Nietzsche), a fin de explicar la manera religiosa con que el hombre ha sabido dar respuesta al fenómeno histórico. La visión de una vuelta indefinida sobre un mismo ciclo de acontecimientos, llevaba al homos religius a descreer de cualquier tipo de progreso (en su doble sentido de tiempo transcurrido y mejora) y por tanto a buscar la abolición histórica. El ingreso en el illo tempore, en el tiempo divino fuera del devenir histórico, fue la solución que la religión brindó a este problema.
Por otro lado, aquellas filosofías carentes de metafísica prefirieron el postulado de una postergación infinita del fin de la historia. Se trata aquí de una afirmación de la historia en donde cualquier valoración de lo trascendente cae frente a la idea de un perfeccionamiento continuo. Defensores de tal postura alegaban que tomar por válido el mito del eterno retorno equivalía a negar el libre albedrío y el don de creatividad al género humano.
Arquetipos y repetición
Necesitando, la historia, de un sujeto que la viva; y siendo éste siempre un ser sitiado en una encrucijada espacio-temporal, será preciso comenzar la investigación por aquella dimensión que nos resulta más fácilmente asible: el espacio.
Eliade plantea la visión espacial del hombre religioso, que resulta heterogénea en tanto distingue entre un espacio sagrado y otro profano. Es a partir de un centro axial, que se extiende este espacio sagrado, y lo hace a imitación de aquél otro, el mundo celestial. Pero afuera, siempre al acecho, el caos circundante tanto horizontal, como verticalmente, amenaza con abolirlo. Tal vez el poeta lo exprese más bellamente.
El hombre tradicional sólo puede habitar el mundo sagrado, pues sólo encuentra sentido a su vida a partir de ese centro. Este espacio ordenado a ese centro, es el resultado de un acto de Dios, aquel en virtud del cual lo caótico se transforma en cosmos. El hombre cumplirá un papel en esta creación, la de su manutención, la de su recreación.
El canon, la norma, el modo arquetípico, fue dado por los dioses a los hombres en el illo tempore. La repetición perfecta posee la validez de aquella primera vez. Pero todo acto sagrado se realiza además durante un tiempo sagrado. El tiempo sagrado es siempre el mismo, y es en este sentido que la imitación del actuar divino retrotrae el tiempo hasta su acto primero, fundacional.
El hombre primitivo no posee una memoria histórica, busca naturalmente vivir la vida ahistóricamente, es decir, rescatando lo esencial, aquello que no puede ser olvidado.
La regeneración del tiempo
El tiempo, para el hombre religioso, comienza con el mundo. No existe un tiempo separado del sujeto. Se trata del tiempo sagrado, aquel que hace posible el tiempo profano, el cual se mueve cíclicamente.
Esta concepción cíclica del tiempo tiene a las festividades como punto de inflexión entre el fin de un ciclo y el principio de otro. En pueblos neolíticos, estas fiestas tenían por fin el agradecimiento, y el levantamiento del tabú por y sobre la nueva cosecha. Un hecho económico (de significancia capital en tanto se trataba del alimento que posibilitaba la sobrevivencia del pueblo) se mitificaba para concebirlo como una nueva Creación, la regeneración del agro, concebido como re-nacimiento, como una re-creación de la vida. De allí que era el rey, el líder de la comunidad, el encargado de llevar a cabo estos actos, pues, como vicario de las divinidades en la tierra, era él quien debía repetir el acto creacional, de mantener las cosas santificadas, cuestión que sólo era posible si se abolía en ellas el tiempo.
Estos hiatos venían generalmente anticipados por ritos tendientes a limpiar pecados, expulsar demonios, quitar enfermedades. Esto es entendible en tanto lo caótico, que había avanzado por sobre el mundo conocido durante el período histórico, era ahora eliminado, despejado, a los fines de crear un ambiente propicio para el nuevo nacimiento.

Esta lucha entre lo caótico y lo cósmico, que será coronado por una victoria plena del último, con la abolición temporal y por tanto, con una vuelta perfecta al illo tempore, donde la pureza alcanzaba su grado máximo, será la norma entre los hombres de sociedades tradicionales. Sucedía en algunas sociedades que, en momentos críticos, cuando se sentían amenazados, encontraban esperanzas en este hecho, pues sabían que cuando el cosmos estaba agotado, vacío, no cabía de su parte intentar restaurarlo, arreglarlo, sino que sobrevendría la única salida: una recreación total.
Es en este último sentido que Eliade afirma como netamente positivas a tales sociedades. Pues el ciclo, aunque tienda a finalizar en una catástrofe, no es en lo absoluto definitivo: tras él sobreviene nuevamente lo fresco, lo puro. Para el autor, la infinita repetición tiene una justificación: la de desembocar en la realidad. Dicho de otra forma, el tiempo histórico tiene un sentido para el hombre religioso: el del retorno al tiempo primordial o sagrado. De igual forma que nuestro hogar es el punto desde donde salimos a recorrer mundo, y al que volvemos con los frutos recogidos. Este tiempo mundanal tuvo sentido en tanto regresamos a nuestro lugar.
Desdicha e Historia
El hombre religioso intenta abolir el tiempo histórico, sabiéndose en tal sentido falaz. Las desgracias, son, siempre vistas como un castigo divino por el desvío. En tal sentido pueden considerarse no sólo una advertencia, sino un recordatorio: el de hallarse perdido en lo histórico, y la necesidad de volver al tiempo sagrado. Jamás se trata de algo gratuito.
Pasando de la teoría al ejemplo, digamos que, ciertas sociedades, ante la enfermedad, soliciten perdón a las divinidades aún en el desconocimiento de la falta cometida. Las catástrofes naturales, por otra parte, son, con aún mayor razón, atribuidas a los seres superiores (¿quiénes otros, sino los dioses, ostentan semejante poderío?). Pero tras el período difícil, sobreviene una nueva creación, nuevamente se abolirá la historia. La desgracia se muestra anticipo y promesa de salvación.
Conclusiones
La concepción espacio-temporal que plantea Eliade, en donde encontramos un centro sagrado, que irá desacralizándose en la medida que nos alejemos de él, nos plantea un mundo en donde lo religioso prima, aunque en diferentes grados. Para él, el hombre tradicional se afana por desembocar en ese centro (que no es espacio y que no es tiempo), mientras que el hombre moderno busca la otra punta del ovillo, aquella que lo convierte en actor de la historia. Para el autor, sólo el primero logra su cometido, aunque debe hacerlo repetidas veces, en un eterno retorno hacia el axis mundi. El segundo, en cambio, no logra enseñorarse nunca de su papel histórico.

(Síntesis)

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