jueves, 13 de septiembre de 2012

El Romanticismo en el Río de la Plata-1





















Fuente: del pintor Mauricio Rugendas, 1845 aprox. en:http://revistamachete.blogspot.com.ar/2011/06/pintando-cautivas.html


Estudiar sus características a partir del siguiente enlace, incluyendo la biografía de Esteban Echeverría

http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/literaturaargentina/echeverria/index.asp

Estudiar un motivo -el de las cautivas blancas llevadas por los indios en sus malones- que fue de los primeros tratados por este autor, en relación con una de las características románticas: los temas propios de la patria, de la tierra:
http://revistamachete.blogspot.com.ar/2011/06/pintando-cautivas.html

viernes, 15 de junio de 2012

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez- 1














 
La alquimia: http://www.youtube.com/watch?v=o4YN44n7mz4 (préstenle atención a la relación entre lo "mágico/maravilloso" -la alquimia- y lo realista/racional -la química).


Arriba y abajo, dos cuadros del siglo XVII que muestran alquimistas en sus estudios.









Nostradamus












(Michel de Nôtre-Dame; Saint-Rémy-de-Provence, Francia, 1503 - Salon, 1566) Médico y astrólogo francés, famoso por el libro de profecías que publicó en 1555 con el título Las verdaderas centurias y profecías, en las que anticipa el futuro de la humanidad hasta el fin del mundo, que situó en el año 3797.
Jean-Aimes de Chavigny, magistrado de la ciudad de Beaune en 1548 y doctor en Derecho y Teología, nos informa cumplidamente de los primeros años del enigmático profeta: “ Sus abuelos paternos y maternos pasaron por muy sabios en matemáticas y en medicina, habiendo recibido él de sus progenitores el conocimiento de sus antiguos parientes."
Esos antepasados eran judíos, de la tribu de Isacar, al parecer pródiga en adivinos. En torno a 1480, un edicto regio había amenazado a todos los hebreos de Provenza con la confiscación si no se convertían, de modo que el bisabuelo de nuestro profeta, llamado Abraham Salomón, pensó que era más práctico bautizarse que perderlo todo. Tomó el apellido de Nostredame, que más tarde Michel latinizaría y convertiría en Nostradamus, en un intento de revestirlo de dignidad y misterio. Así pues, Nostradamus nació en el catolicismo y rodeado de sabios que muy pronto le iniciaron en las profundidades de las matemáticas, lo que por aquel entonces significaba adentrarse en la astrología, y también en el arte de la medicina y la farmacia.
Desde muy joven aprendió a manejar el astrolabio, a conocer las estrellas y a describir el destino de los hombres en sus aparentemente caprichosas conjunciones. En Avignon y Montpellier estudió letras, además de medicina y filosofía, asombrando a compañeros y profesores por sus raras facultades y su infalible memoria. Tenía veintidós años cuando, durante una epidemia de peste que asoló la ciudad de Montpellier, inventó unos polvos preventivos que tuvieron mucho éxito.
Su espíritu inquieto y errabundo le llevó a recorrer Francia e Italia, donde tuvo lugar una ya famosa anécdota: en Génova, paseando con otros viajeros, encontró a un humilde monje franciscano, antiguo porquerizo, llamado Felice Peretti. Nostradamus se arrodilló ante él, en medio del estupor de quienes presenciaban la escena. "No hago otra cosa que rendir el debido respeto a Su Santidad", dijo con sencillez el adivino; en 1585, Peretti subiría al trono pontificio con el nombre de Sixto V.
Convertido en boticario y perfumista, se instaló en Marsella y dedicó su ingenio a la elaboración de elixires, perfumes y filtros de amor. Fue en esos días de 1546 cuando tuvo lugar un acontecimiento que llevaría a Nostradamus a los umbrales de la fama: la terrible epidemia llamada del "carbón provenzal". Aix-en-Provence fue el centro de la plaga. Los afectados por ella se volvían negros como el carbón antes de morir atacados por tremendos dolores, de ahí el nombre que se le asignó con ironía no exenta de crueldad.
Nostradamus inventó un mejunje compuesto de resina de ciprés, ámbar gris y zumo de pétalos de rosa que habían de recogerse en cestos cada madrugada. El fármaco, inexplicablemente, consiguió cortar el contagio y revistió a su creador de honores y prestigio, hasta el punto de ser requerida su presencia en Lyon cuando allí se declaró un nuevo brote de peste.
Al año siguiente, Nostradamus se instaló en la villa de Salon, que entonces se llamaba Salon-de-Crau. En una casa de modesta apariencia abrió su consulta y se dedicó a atender a una nutrida clientela, ansiosa de adquirir sus aceites, pócimas y bebedizos contra todo tipo de males. En esa época elaboró una de sus más apreciadas mixturas, capaz de curar la esterilidad. La fórmula se componía de los siguientes ingredientes: orina de cordero, sangre de liebre, pata izquierda de comadreja sumergida en vinagre fuerte, cuerno de ciervo pulverizado, estiércol de vaca y leche de burra.
Al parecer, Nostradamus empleó este remedio para poner fin a los desvelos de la florentina Catalina de Médicis, nieta del papa Clemente VII, hija de Lorenzo de Médicis y esposa del rey de Francia Enrique II. Catalina. que era tan inteligente como víctima de las supersticiones, se rodeaba de una nube de adivinos, nigromantes y astrólogos, y encontró en Nostradamus el crédulo sosiego que necesitaba. Había permanecido once años sin hijos y sufría viendo a su regio marido rodeado de amantes. Tras ingerir el que suponemos repugnante preparado de Nostradamus, Catalina empezó a parir de forma prodigiosa hasta alcanzar la cifra de diez hijos.
Nostradamus atendía a sus clientes durante el día y permanecía durante la noche encerrado en un observatorio que había hecho instalar en la parte alta de su casa. Todos lo consideraban un maravilloso hechicero y un habilísimo médico, lo que para las gentes era lo mismo, pero muy pocos conocían su relación con los astros.
En aquellos días abundaban los pronosticadores y Nostradamus no quería ser uno más, sino el mejor. El magistrado Chavigny nos cuenta cómo "él preveía las grandes revoluciones y cambios que habían de ocurrir en Europa y aun las guerras civiles y sangrientas y las perniciosas perturbaciones que iban a asolar el mundo, y lleno de entusiasmo y como arrebatado por un furor enteramente nuevo, se puso a escribir sus Centurias y demás presagios".
Por miedo a que la novedad de la materia suscitase maledicencias y calumnias, como efectivamente ocurrió, Nostradamus prefirió guardar sus profecías para sí mismo, hasta que en 1555 decidió darlas a la luz. El éxito de esos crípticos cuartetos fue inmediato. En la corte, el rey y su esposa quedaron maravillados. Nostradamus fue reclamado en París, donde Enrique II lo colmó de regalos y su impresionante figura barbada hechizó a los cortesanos. En los años siguientes, su prestigio aumentaría hasta límites inconcebibles cuando una de sus predicciones, la relativa a la muerte del rey, se cumplió tal como él había escrito.
Años antes, el astrólogo Luca Gaurico, consultado por Catalina de Médicis, ya había pronosticado que su marido perecería en duelo. Convertido en rey, Enrique había escrito: "No existe apariencia alguna de que yo vaya a morir de tal manera. El rey de España y yo acabamos de hacer la paz, y aunque no la hubiéramos hecho, dudo mucho de que llegásemos a batirnos en duelo ocupando tan alta dignidad". Cuando aparecieron las profecías de Nostradamus, fue grande la curiosidad en la corte. ¿Era el profeta de Salon de la misma opinión que Gaurico? Los más aficionados a los criptogramas no tardaron en encontrar en las Centurias una cuarteta en la que podía encontrarse la respuesta:
El joven león al viejo ha de vencer,
en campo del honor, con duelo singular.
En jaula de oro, sus ojos sacará,
de dos heridas una, para morir muerte cruel.
Posteriormente, los comentadores han encontrado que todo está muy claro. De los dos leones, el primero trataba de representar el signo astrológico de Francia y de su rey; el otro era el león heráldico de Escocia, bajo cuyo blasón combatía el conde de Montgomery, lugarteniente entonces de la guardia escocesa en la corte de Francia.
Los hechos ocurrieron así: en uno de los torneos que festejaban el fin de la guerra con España, el rey quiso medir sus fuerzas con Montgomery. Este último golpeó involuntariamente con su lanza la coraza de Enrique, con tan mala fortuna que una astilla penetró bajo la visera del yelmo real, que brillaba como el oro. Como auguraba la profecía, el joven león escocés era doce años más joven que el rey y de las dos heridas, fractura de cráneo y ojo atravesado, sólo la segunda era mortal, como indicaron los médicos. La crueldad de la muerte se advierte en que la agonía de Enrique duró más de doce días. Los versos se habían cumplido con fatídica precisión. Nostradamus nada más se equivocó en un detalle: no fueron los dos sino un solo ojo el herido. Lo demás aparecía tan exacto que la reputación de Nostradamus no iba a decaer ya hasta su muerte.
Los últimos días del profeta son también narrados con rigor de letrado por Jean-Aimes de Chavigny: "Había pasado ya de los sesenta años y estaba muy débil a causa de las enfermedades frecuentes que lo afligían, en especial artritis y gota. Falleció el 2 de julio de 1566, poco antes de la salida del sol. Podemos muy bien creer que le fue conocido el tiempo de su muerte, y aun el día y la hora, puesto que, a finales de junio de dicho año, había escrito de su propia mano estas palabras latinas: Hic prope mors est, mi muerte está próxima. Y el día antes de pasar de esta vida a la otra, habiéndolo yo asistido durante largo tiempo y habiendo estado cuidándolo desde el anochecer hasta el día siguiente por la mañana, me dijo estas palabras: ¡No me verá con vida la salida del sol!"

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: 2


El Mito del Eterno Retorno de Mircea Eliade por Miguel Calvo
El hombre moderno se afana por hacerse de un lugar en la historia, por dejar un legado, por poner su granito de arena antes que su menesteroso tiempo se acabe. Su vida es siempre agónica. La realización de sus sueños es únicamente jurisdicción del futuro. El hombre sagrado, por el contrario, no espera que el tiempo desarrolle aquello que no estuvo aquí desde siempre. El mundo fue, es y será esencialmente el mismo, y sólo cobra sentido en la medida que nos vuelve a llevar a ese centro sagrado, fundacional, una y otra vez, en eterno retorno.
La obra de Mircea Eliade
Percibir la historia equivale a profundizar en los límites, y a buscar, lógicamente, un sentido a ese período acotado entre un principio y un fin. Se trata de un planteo en donde se enfrenta lo temporal (y por tanto finito) a aquello que logra superar esta noción fatalmente limitada. Cabría entonces hablar bien de “lo atemporal”, bien de “lo infinito”.
El primer término incumbe a las religiones, en tanto estas profesan la creencia en algo trascendente por sobre el se desarrolla la historia. Una historia que termina al re-fundirse en esta noción atemporal. Esta acepción de re-ligazón (que toda religión posee en su sentido etimológico) es la que lleva al autor a retomar el mito del eterno retorno (esbozado por Schopenhauer y definido por Nietzsche), a fin de explicar la manera religiosa con que el hombre ha sabido dar respuesta al fenómeno histórico. La visión de una vuelta indefinida sobre un mismo ciclo de acontecimientos, llevaba al homos religius a descreer de cualquier tipo de progreso (en su doble sentido de tiempo transcurrido y mejora) y por tanto a buscar la abolición histórica. El ingreso en el illo tempore, en el tiempo divino fuera del devenir histórico, fue la solución que la religión brindó a este problema.
Por otro lado, aquellas filosofías carentes de metafísica prefirieron el postulado de una postergación infinita del fin de la historia. Se trata aquí de una afirmación de la historia en donde cualquier valoración de lo trascendente cae frente a la idea de un perfeccionamiento continuo. Defensores de tal postura alegaban que tomar por válido el mito del eterno retorno equivalía a negar el libre albedrío y el don de creatividad al género humano.
Arquetipos y repetición
Necesitando, la historia, de un sujeto que la viva; y siendo éste siempre un ser sitiado en una encrucijada espacio-temporal, será preciso comenzar la investigación por aquella dimensión que nos resulta más fácilmente asible: el espacio.
Eliade plantea la visión espacial del hombre religioso, que resulta heterogénea en tanto distingue entre un espacio sagrado y otro profano. Es a partir de un centro axial, que se extiende este espacio sagrado, y lo hace a imitación de aquél otro, el mundo celestial. Pero afuera, siempre al acecho, el caos circundante tanto horizontal, como verticalmente, amenaza con abolirlo. Tal vez el poeta lo exprese más bellamente.
El hombre tradicional sólo puede habitar el mundo sagrado, pues sólo encuentra sentido a su vida a partir de ese centro. Este espacio ordenado a ese centro, es el resultado de un acto de Dios, aquel en virtud del cual lo caótico se transforma en cosmos. El hombre cumplirá un papel en esta creación, la de su manutención, la de su recreación.
El canon, la norma, el modo arquetípico, fue dado por los dioses a los hombres en el illo tempore. La repetición perfecta posee la validez de aquella primera vez. Pero todo acto sagrado se realiza además durante un tiempo sagrado. El tiempo sagrado es siempre el mismo, y es en este sentido que la imitación del actuar divino retrotrae el tiempo hasta su acto primero, fundacional.
El hombre primitivo no posee una memoria histórica, busca naturalmente vivir la vida ahistóricamente, es decir, rescatando lo esencial, aquello que no puede ser olvidado.
La regeneración del tiempo
El tiempo, para el hombre religioso, comienza con el mundo. No existe un tiempo separado del sujeto. Se trata del tiempo sagrado, aquel que hace posible el tiempo profano, el cual se mueve cíclicamente.
Esta concepción cíclica del tiempo tiene a las festividades como punto de inflexión entre el fin de un ciclo y el principio de otro. En pueblos neolíticos, estas fiestas tenían por fin el agradecimiento, y el levantamiento del tabú por y sobre la nueva cosecha. Un hecho económico (de significancia capital en tanto se trataba del alimento que posibilitaba la sobrevivencia del pueblo) se mitificaba para concebirlo como una nueva Creación, la regeneración del agro, concebido como re-nacimiento, como una re-creación de la vida. De allí que era el rey, el líder de la comunidad, el encargado de llevar a cabo estos actos, pues, como vicario de las divinidades en la tierra, era él quien debía repetir el acto creacional, de mantener las cosas santificadas, cuestión que sólo era posible si se abolía en ellas el tiempo.
Estos hiatos venían generalmente anticipados por ritos tendientes a limpiar pecados, expulsar demonios, quitar enfermedades. Esto es entendible en tanto lo caótico, que había avanzado por sobre el mundo conocido durante el período histórico, era ahora eliminado, despejado, a los fines de crear un ambiente propicio para el nuevo nacimiento.

Esta lucha entre lo caótico y lo cósmico, que será coronado por una victoria plena del último, con la abolición temporal y por tanto, con una vuelta perfecta al illo tempore, donde la pureza alcanzaba su grado máximo, será la norma entre los hombres de sociedades tradicionales. Sucedía en algunas sociedades que, en momentos críticos, cuando se sentían amenazados, encontraban esperanzas en este hecho, pues sabían que cuando el cosmos estaba agotado, vacío, no cabía de su parte intentar restaurarlo, arreglarlo, sino que sobrevendría la única salida: una recreación total.
Es en este último sentido que Eliade afirma como netamente positivas a tales sociedades. Pues el ciclo, aunque tienda a finalizar en una catástrofe, no es en lo absoluto definitivo: tras él sobreviene nuevamente lo fresco, lo puro. Para el autor, la infinita repetición tiene una justificación: la de desembocar en la realidad. Dicho de otra forma, el tiempo histórico tiene un sentido para el hombre religioso: el del retorno al tiempo primordial o sagrado. De igual forma que nuestro hogar es el punto desde donde salimos a recorrer mundo, y al que volvemos con los frutos recogidos. Este tiempo mundanal tuvo sentido en tanto regresamos a nuestro lugar.
Desdicha e Historia
El hombre religioso intenta abolir el tiempo histórico, sabiéndose en tal sentido falaz. Las desgracias, son, siempre vistas como un castigo divino por el desvío. En tal sentido pueden considerarse no sólo una advertencia, sino un recordatorio: el de hallarse perdido en lo histórico, y la necesidad de volver al tiempo sagrado. Jamás se trata de algo gratuito.
Pasando de la teoría al ejemplo, digamos que, ciertas sociedades, ante la enfermedad, soliciten perdón a las divinidades aún en el desconocimiento de la falta cometida. Las catástrofes naturales, por otra parte, son, con aún mayor razón, atribuidas a los seres superiores (¿quiénes otros, sino los dioses, ostentan semejante poderío?). Pero tras el período difícil, sobreviene una nueva creación, nuevamente se abolirá la historia. La desgracia se muestra anticipo y promesa de salvación.
Conclusiones
La concepción espacio-temporal que plantea Eliade, en donde encontramos un centro sagrado, que irá desacralizándose en la medida que nos alejemos de él, nos plantea un mundo en donde lo religioso prima, aunque en diferentes grados. Para él, el hombre tradicional se afana por desembocar en ese centro (que no es espacio y que no es tiempo), mientras que el hombre moderno busca la otra punta del ovillo, aquella que lo convierte en actor de la historia. Para el autor, sólo el primero logra su cometido, aunque debe hacerlo repetidas veces, en un eterno retorno hacia el axis mundi. El segundo, en cambio, no logra enseñorarse nunca de su papel histórico.

(Síntesis)

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: 3














El País . CULTURA . Miércoles, 23/1/2008
ALBERTO MANGUEL
El judío errante

ALBERTO MANGUEL
17/02/2007
Durante el penoso recorrido de la Via Dolorosa, con su cruz a cuestas, bajo los latigazos de la policía romana, entre los abucheos de la turba, Jesús siente sed y se detiene ante un abrevadero. Un viejo judío le da un empellón y le dice que siga andando. "Yo seguiré", le contesta Jesús, "pero tú esperarás hasta que yo regrese", y continúa su marcha hacia el Gólgota. Doce siglos tarda en formarse esta leyenda de una espera que será eterna, ya que para que se cumplan las Escrituras, Jesús no volverá a la Tierra hasta el Día del Juicio Final.
Durante las épocas siguientes, el anónimo judío adquiere varios nombres: algunos misteriosos, como Cartafilo y Ashevero, otros explícitos, como Buttadeus y Juan Espera en Dios. Baltasar Gracián, con más precisión que oído, lo llama Juan de Para Siempre. Para afirmar la veracidad de la leyenda, a partir del siglo XIII empiezan a comparecer testigos: un cronista boloñés que afirma, en 1223, que el Emperador Federico II oyó por boca de unos peregrinos que en Armenia había un judío condenado por Nuestro Señor a ser un viajero eterno; el historiador inglés Roger de Wendover, en una crónica de 1228, asegura que este judío, entrevistado por el Arzobispo de Armenia, confesó haber sido en tiempos remotos servidor de Poncio Pilatos; unas décadas más tarde, Matthew Paris, en su Crónica mayor, relata la misma historia pero agrega que el judío estaba ahora arrepentido y que confiaba en la misericordia divina. El 9 de junio de 1564, el anónimo autor de la Kurtze Beschreibung o Crónica corta, asegura haber visto al Judío Errante en Schleswig. Dice que es un hombre alto y de cabellos largos, que las plantas de sus pies tienen callos de dos dedos de espesor, y que habla buen castellano porque ha vivido en Madrid. Tiene mujer e hijos que lo acompañan en su recorrido a lo largo del tiempo. Su gran pecado es que ha ofendido al Hijo de Dios; su castigo, viajar para siempre.
Más adelante, su historia fue recogida, con variaciones, por docenas de escritores entre los cuales se cuentan Eugène Sué, Albert Londres, Pär Lagerkvist, Mark Twain y Jorge Luis Borges, quien asoció la inmortalidad del Judío con la de Homero. James Joyce le dio el nombre de Leopold Bloom y lo obligó a errar por la ciudad de Dublín durante un único día que se le hace eterno; el dúo Fruttero y Lucentini lo concibió como un hombre de edad mediana, sin domicilio fijo, que trabaja de guía turístico en Venecia, ciudad inmortal por excelencia.
Admitido el obvio antisemitismo de la leyenda, la noción de que viajar sea un castigo es curiosa, aunque otras historias también lo conciben así: la del Holandés Volante, por ejemplo, condena a su agónico capitán a no poder atracar nunca. Robert Louis Stevenson, que no conoció la locura de los aeropuertos y de las oficinas de migración de hoy, afirmó que "es el viaje, no la llegada, lo que importa", y no hubiese admitido que peregrinaciones como las del Holandés o el Judío eran entendidas como represalias. Recorrer el mundo, ver paisajes distintos, descubrir costumbres extranjeras, han sido actividades que, además de poseer el encanto de lo aventurero, han sido siempre recomendadas como la mejor educación posible, tanto para los frecuentadores de albergues estudiantiles como para los devotos del Club Mediterranée y de los programas de acumulación de millaje.

: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez- 4- autobiografía de G. García Márquez

Segunda selección de fragmentos

En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de un polvo astral. En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas. La United Fruit Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró los cuerpos del cementerio.
La más siniestra de las plagas, sin embargo, era la humana. Un tren que parecía de juguete arrojó en sus arenas abrasantes una hojarasca de aventureros de todo el mundo que se tomaron a mano armada el poder de la calle. Su prosperidad atolondrada llevaba consigo un crecimiento demográfico y un desorden social desmadrados. Estaba a sólo cinco leguas de la colonia penal de Buenos Aires, sobre el río Fundación, cuyos reclusos solían escaparse los fines de semana para jugar al terror en Aracataca (...)

Las matanzas no eran sólo por las reyertas de los sábados. Una tarde cualquiera oímos gritos en la calle y vimos pasar un hombre sin cabeza montado en un burro. Había sido decapitado a machete en los arreglos de cuentas de las fincas bananeras y la cabeza había sido arrastrada por las corrientes heladas de la acequia. Esa noche le escuché a mi abuela la explicación de siempre: «Una cosa tan horrible sólo pudo hacerla un cachaco”
Los cachacos eran los nativos del altiplano, y no sólo los distinguíamos del resto de la humanidad por sus maneras lánguidas y su dicción viciosa, sino por sus ínfulas de emisarios de la Divina Providencia. Esa imagen llegó a ser tan aborrecible que después de las represiones feroces de las huelgas bananeras por militares del interior, a los hombres de tropa no los llamábamos soldados sino cachacos. Los veíamos como los usufructuarios únicos del poder político, y muchos de ellos se comportaban como si lo fueran. Sólo así se explica el horror de «La noche negra de Aracataca», una degollina legendaria con un rastro tan incierto en la memoria popular que no hay evidencia cierta de si en realidad sucedió.
Empezó un sábado peor que los otros cuando un nativo de bien cuya identidad no pasó a la historia entró en una cantina a pedir un vaso de agua para un niño que llevaba de la mano. Un forastero que bebía solo en el mostrador quiso obligar al niño a beberse un trago de ron en vez del agua. El padre trató de impedirlo, pero el forastero persistió en lo suyo, hasta que el niño, asustado y sin proponérselo, le derramó el trago de un manotazo. El forastero, sin más vueltas, lo mató de un tiro (...)
La matanza de las bananeras fue la culminación de otras anteriores, pero con el argumento adicional de que los líderes fueron señalados como comunistas, y tal vez lo eran (...)


Una de la grandes fantasías de aquellos años la viví un día en que llegó a la casa un grupo de hombres iguales con ropas, polainas y espuelas de jinete, y todos con una cruz de ceniza pintada en la frente. Eran los hijos engendrados por el coronel a lo largo de la Provincia durante la guerra de los Mil Días, que iban desde sus pueblos para felicitarlo por su cumpleaños con más de un mes de retraso. Antes de ir a la casa habían oído la misa del Miércoles de Ceniza - se refiere a su abuelo- , y la cruz que el padre Angarita les dibujó en la frente me pareció un emblema sobrenatural cuyo misterio habría de perseguirme durante años, aun después de que me familiaricé con la liturgia de la Semana Santa.

La mayoría de ellos había nacido después del matrimonio de mis abuelos. Mina los registraba con sus nombres y apellidos en una libreta de apuntes desde que tenía noticia de sus nacimientos, y con una indulgencia difícil terminaba por asentarlos de todo corazón en la contabilidad de la familia. Pero ni a ella ni a nadie le fue fácil distinguirlos antes de aquella visita ruidosa en la que cada uno reveló su modo de ser peculiar. Eran serios y laboriosos, hombres de su casa, gente de paz, que sin embargo no temían perder la cabeza en el vértigo de la parranda. Rompieron la vajilla, desgreñaron los rosales persiguiendo un novillo para mantearlo, mataron a tiros a las gallinas para el sancocho y soltaron un cerdo ensebado que atropello a las bordadoras del corredor, pero nadie lamentó esos percances por el ventarrón de felicidad que llevaban consigo (…)

Poco después, la hoguera del patio volvió a encenderse cuando una gallina puso un huevo fantástico que parecía una bola de pimpón con un apéndice como el de un gorro frigio. Mi abuela lo identificó de inmediato: «Es un huevo de basilisco». Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro.
Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta de la que tenían en mis recuerdos de esa época. La misma de los retratos que les hicieron en los albores de la vejez, y cuyas copias cada vez más desvaídas se han transmitido como un rito tribal a través de cuatro generaciones prolíficas. Sobre todo los de la abuela Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable que conocí jamás por el espanto que le causaban los misterios de la vida diaria. Trataba de amenizar sus oficios cantando con toda la voz viejas canciones de enamorados, pero las interrumpía de pronto con su grito de guerra contra la fatalidad:
-¡Ave María Purísima!
Pues veía que los mecedores se mecían solos, que el fantasma de la fiebre puerperal se había metido en las alcobas de las parturientas, que el olor de los jazmines del jardín era como un fantasma invisible, que un cordón tirado al azar en el suelo tenía la forma de los números que podían ser el premio mayor de la lotería, que un pájaro sin ojos se había extraviado dentro del comedor y sólo pudieron espantarlo con La Magnífica cantada. Creía descifrar con claves secretas la identidad de los protagonistas y los lugares de las canciones que le llegaban de la Provincia. Se imaginaba desgracias que tarde o temprano sucedían, presentía quién iba a llegar de Riohacha con un sombrero blanco, o de Manaure con un cólico que sólo podía curarse con hiél de gallinazo, pues además de profeta de oficio era curandera furtiva. (…)
No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira que la familia llevó de Barrancas y que en una noche de tormenta se escapó con Alirio, su hermano adolescente, pero siempre oí decir que fueron ellos los que más salpicaron el habla de la casa con su lengua nativa. Su castellano enrevesado fue asombro de poetas, desde el día memorable en que encontró los fósforos que se le habían perdido al tío Juan de Dios y se los devolvió con su jerga triunfal:

-Aquí estoy, fósforo tuyo….
El mundo del abuelo era otro bien distinto. Aun en sus últimos años parecía muy ágil cuando andaba por todos lados con su caja de herramientas para reparar los daños de la casa, o cuando hacía subir el agua del baño durante horas con la bomba manual del traspatio, o cuando se trepaba por las escaleras empinadas para comprobar la cantidad de agua en los toneles, pero en cambio me pedía que le atara los cordones de las botas porque se quedaba sin aliento cuando quería hacerlo él mismo. No murió por milagro una mañana en que trató de coger el loro cegato que se había trepado hasta los toneles. Había alcanzado atraparlo por el cuello cuando resbaló en la pasarela y cayó a tierra desde una altura de cuatro metros. Nadie se explicó cómo pudo sobrevivir con sus noventa kilos y sus cincuenta y tantos años (...)
Pasó mucho tiempo antes de que Margot -hermana del narrador- se rindiera la vida familiar.
Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón menos pensado. Nada le llamaba la atención, salvo la campana del reloj, que a cada hora buscaba con sus grandes ojos de alucinada. No lograron que comiera en varios días. Rechazaba la comida sin dramatismo y a veces la tiraba en los rincones. Nadie entendía cómo estaba viva sin comer, hasta que se dieron cuenta de que sólo le gustaban la tierra húmeda del jardín y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas. Cuando la abuela lo descubrió puso hiel de vaca en los recodos más apetitosos del jardín y escondió ajíes picantes en las macetas (…)
Quienes me conocieron a los cuatro años dicen que era pálido y ensimismado, y que sólo hablaba para contar disparates, pero mis relatos eran en gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles fantásticos para que los adultos me hicieran caso (...)
Esa vez conocí Manaure, en el corazón de la sierra, un pueblo hermoso y tranquilo, histórico en la familia porque fue allí donde llevaron a temperar a mi madre cuando era niña, por unas fiebres tercianas que habían resistido a toda clase de brebajes. Tanto había oído hablar de Manaure, de sus tardes de mayo y ayunos medicinales, que cuando estuve por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la suya.
-¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? -me preguntó.
-Soy su nieto -le dije.
-Entonces -dijo él-, su abuelo mató a mi abuelo.
Es decir, era el nieto de Medardo Pacheco, el hombre que mi abuelo había matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también ésa fuera una manera de ser parientes. Estuvimos de parranda con él durante tres días y tres noches en su camión de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad.




Cien años de soledad, de G.G. Márquez-5-autobiografía











A medida que vayamos leyendo la obra, iremos viendo cómo el narrador de Cien años...retoma y reelabora episodios autobiográficos de G.G. Márquez, narrados en Vivir para contarla.


PRIMERA SELECCIÓN DE FRAGMENTOS

"Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: «Vaya con cuidado porque son locos de remate». Llego a las doce en punto. Se abrió paso con su andar ligero por entre las mesas de libros en exhibición, se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con la sonrisa picara de sus días mejores, y antes que yo pudiera reaccionar, me dijo:
-Soy tu madre.
Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal. Antes de nada, aun antes de abrazarme, me dijo con su estilo ceremonial de costumbre:
-Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa (…)

Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosí
mil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día. Desde mi nacimiento oí repetir sin descanso que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company fueron construidos de noche, porque de día era imposible agarrar las herramientas recalentadas al sol.
…(mi madre) Había nacido en una casa modesta, pero creció en el esplendor efímero de la compañía bananera, del cual le quedó al menos una buena educación de niña rica en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Durante las vacaciones de Navidad bordaba en bastidor con sus amigas, tocaba el clavicordio en los bazares de caridad y asistía con una tía chaperona a los bailes más depurados de la timorata aristocracia local, pero nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo. Sus virtudes más notorias desde entonces eran el sentido del humor y la salud de hierro que las insidias de la adversidad no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente, y también desde entonces la menos sospechable, era el talento exquisito con que lograba disimular la tremenda fuerza de su carácter: un Leo perfecto. Esto le había permitido establecer un poder matriarcal cuyo dominio alcanzaba hasta los parientes más remotos en los lugares menos pensados, como un sistema planetario que ella manejaba desde su cocina, con voz tenue y sin parpadear apenas, mientr
as hervía la marmita de los frijoles. (...)

Tratar de convencer a mis padres de semejante locura (ser "solamente" escritor) cuando habían fundado en mí tantas esperanzas y habían gastado tantos dineros que no tenían, era tiempo perdido. Sobre todo a mi padre, que me habría perdonado lo que fuera, menos que no colgara en la pared cualquier diploma académico que él no pudo tener. La comunicación se interrumpió. Casi un año después seguía pensando en visitarlo para darle mis razones, cuando mi madre apareció para pedirme que la acompañara a vender la casa. Sin embargo, ella no hizo ninguna mención del asunto hasta después de la medianoche, en la lancha, cuando sintió como una revelación sobrenatural que había encontrado por fin la ocasión propicia para decirme lo que sin duda era el motivo real de su viaje, y empezó con el modo y el tono y las palabras milimétricas que debió madurar en la soledad de s
us insomnios desde mucho antes de emprenderlo.
-Tu papá está muy triste -dijo.
Ahí estaba, pues, el infierno tan temido. Empezaba como siempre, cuando menos se esperaba, y con una voz sedante que no había de alterarse ante nada. Sólo por cumplir con el ritual, pues conocía de sobra la respuesta, le pregunté:
-¿Y eso por qué?
-Porque dejaste los estudios.
-No los dejé -le dije-. Sólo cambié de carrera.
La idea de una discusión a fondo le levantó el ánimo.
-Tu papá dice que es lo mismo -dijo. A sabiendas de que era falso, le dije:
-También él dejó de estudiar para tocar el violín.
-No fue igual -replicó ella con una gran vivacidad-. El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.
-Yo también vivo de escribir en los periódicos -le dije.
-Eso lo dices para no mortificarme -dijo ella-. Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí.
-Yo tampoco la reconocí a usted -le dije.
-Pero no por lo mismo -dijo ella-. Yo pensé que eras un limosnero. -Me miró las sandalias gastadas, y agregó-: Y sin medias.
-Es más cómodo -le dije-. Dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?
-Un poquito de dignidad -dijo ella. Pero enseguida lo suavizó en otro tono-: Te lo digo por lo mucho que te queremos.
-Ya lo sé -le dije-. Pero dígame una cosa: ¿usted en mi lugar no haría lo mismo?
-No lo haría -dijo ella- si con eso contrariara a mis padres.
Acordándome de la tenacidad con que logró forzar la oposición de su familia para casarse, le dije riéndome:
-Atrévase a mirarme.
Pero ella me esquivó con seriedad, porque sabía demasiado lo que yo estaba pensando.
-No me casé mientras no tuve la bendición de mis padres -dijo-. A la fuerza, de acuerdo, pero la tuve (…)











Pasamos frente al barrio de tolerancia al otro lado de la línea del tren, con casitas de colores con techos oxidados y los viejos loros de Paramaribo que llamaban a los clientes en portugués desde los aros colgados en los aleros. Pasamos por el abrevadero de las locomotoras, con la inmensa bóveda de hierro en la cual se refugiaban para dormir los pájaros migratorios y las gaviotas perdidas. Bordeamos la ciudad sin entrar, pero vimos las calles anchas y desoladas, y las casas del antiguo esplendor, de un solo piso con ventanas de cuerpo entero, donde los ejercicios de piano se repetían sin descanso desde el amanecer. De pronto, mi madre señaló con el dedo.
-Mira -me dijo-. Ahí fue donde se acabó el mundo.
Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en 1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano. Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria: el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla….
En la población de Riofrío subieron varias familias de aruhacos cargados con mochilas repletas de aguacates de la sierra, los más apetitosos del país. Recorrieron el vagón a saltitos en ambos sentidos buscando dónde sentarse, pero cuando el tren reanudó la marcha sólo quedaban dos mujeres blancas con un niño recién nacido, y un cura joven. El niño no paró de llorar en el resto del viaje. El cura llevaba botas y casco de explorador, una sotana de lienzo basto con remiendos cuadrados, como una vela de marear, y hablaba al mismo tiempo que el niño lloraba y siempre como si estuviera en el púlpito. El tema de su prédica era la posibilidad de que la compañía bananera regresara. Desde que ésta se fue no se hablaba de otra cosa en la Zona y los criterios estaban divididos entre los que querían y los que no querían que volviera, pero todos lo daban por seguro. El cura estaba en contra, y lo expresó con una razón tan personal que a las mujeres les pareció disparatada:
-La compañía deja la ruina por donde pasa. (...)
La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos. Nadie se salvaba de sus estragos. Desde la ventanilla del vagón se veían los hombres sentados en la puerta de sus casas y bastaba con mirarles la cara para saber lo que esperaban. Las lavanderas en las playas de caliche miraban pasar el tren con la misma esperanza. Cada forastero que llegaba con un maletín de negocios les parecía que era el hombre de la United Fruit Company que volvía a restablecer el pasado. En todo encuentro, en toda visita, en toda carta surgía tarde o temprano la frase sacramental: «Dicen que la compañía vuelve». Nadie sabía quién lo dijo, ni cuándo ni por qué, pero nadie lo ponía en duda.
(…) Recordaba las ciudades privadas de los gringos en Aracataca y en Sevilla, al otro lado de la vía férrea, cercadas con mallas metálicas como enormes gallineros electrificados que en los días frescos del verano amanecían negras de golondrinas achicharradas. Recordaba sus lentos prados azules con pavorreales y codornices, las residencias de techos rojos y ventanas alambradas y mesitas redondas con sillas plegables para comer en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. A veces, a través de la cerca de alambre, se veían mujeres bellas y lánguidas, con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, que cortaban las flores de sus jardines con tijeras de oro.
El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los macondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.
El tren pasaba a las once por la finca Macondo, y diez minutos después se detenía en Aracataca. ..
-Ésos son los terrenos que le vendieron a papá con el cuento de que había oro -dijo.
Pasó como una exhalación la casa de los maestros adventistas, con su jardín florido y un letrero en el portal: The sun shines for all.
-Fue lo primero que aprendiste en inglés -dijo mi madre.
-Lo primero no -le dije-: Lo único.
Pasó el puente de cemento y la acequia con sus aguas turbias, de cuando los gringos desviaron el río para llevárselo a las plantaciones.
El espacio común (en la casa familiar) de la oficina y la platería estaba vedado a las mujeres, por obra de nuestra cultura caribe, como lo estaban las cantinas del pueblo por orden de la ley. Sin embargo, con el tiempo terminó por ser un cuarto de hospital, donde murió la tía Petra y sobrellevó los últimos meses de una larga enfermedad Wenefrida Márquez, hermana de Papalelo. De allí en adelante empezaba el paraíso hermético de las muchas mujeres residentes y ocasionales que pasaron por la casa durante mi infancia. Yo fui el único varón que disfrutó de los privilegios de ambos mundos. (...)
Al fondo del corredor había dos cuartos que me estaban prohibidos. En el primero vivía mi prima Sara Emilia Márquez, una hija de mi tío Juan de Dios antes de su matrimonio, que fue criada por los abuelos. Además de una prestancia natural desde muy niña, tenía una personalidad fuerte que me abrió mis primeros apetitos literarios con una preciosa colección de cuentos de Calleja, ilustrados a todo color, a la que nunca me dio acceso por temor de que se la desordenara. Fue mi primera y amarga frustración de escritor.
El último cuarto era un depósito de trastos y baúles jubilados, que mantuvieron en vilo mi curiosidad durante años, pero que nunca me dejaron explorar. Más tarde supe que allí estaban también las setenta bacinillas que compraron mis abuelos cuando mi madre invitó a sus compañeras de curso a pasar vacaciones en la casa. (...)

El drama fue en Barrancas(...) El adversario era un gigante dieciséis años menor que él (el abuelo del narrador) liberal de hueso colorado, como él, católico militante, agricultor pobre, casado reciente y con dos hijos, y con un nombre de hombre bueno: Medardo Pacheco. Lo más triste para el coronel debió ser que no fuera ninguno de los numerosos enemigos sin rostro que se le atravesaron en los campos de batalla, sino un antiguo amigo, copartidario y soldado suyo en la guerra de los Mil Días, al que tuvo que enfrentar a muerte cuando ya ambos creían ganada la paz.
Fue el primer caso de la vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlo. Desde que tuve uso de razón me di cuenta de la magnitud y el peso que aquel drama tenía en nuestra casa, pero sus pormenores se mantenían entre brumas. Mi madre, con apenas tres años, lo recordó siempre como un sueño improbable. Los adultos lo embrollaban delante de mí para confundirme, y nunca pude armar el acertijo porque cada quien, de ambos lados, colocaba las piezas a su modo. La versión más confiable era que la madre de Medardo Pacheco lo había instigado a que vengara su honra, ofendida por un comentario infame que le atribuían a mi abuelo. Éste lo desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal. Nunca supe a ciencia cierta cuál fue. Herido en su honor, el abuelo lo desafió a muerte sin fecha fija.
Una muestra ejemplar de la índole del coronel fue el tiempo que dejó pasar entre el desafío y el duelo.
Arregló sus asuntos con un sigilo absoluto para garantizar la seguridad de su familia en la única alternativa que le deparaba el destino: la muerte o la cárcel. Empezó por vender sin la menor prisa lo poco que le quedó para subsistir después de la última guerra: el taller de platería y una pequeña finca que heredó de su padre, en la cual criaba chivos de sacrificio y cultivaba una parcela de caña de azúcar. Al cabo de seis meses guardó en el fondo de un armario la plata reunida, y esperó en silencio el día que él mismo se había señalado: 12 de octubre de 1908, aniversario del descubrimiento de América.
Medardo Pacheco vivía en las afueras del pueblo, pero el abuelo sabía que no podía faltar aquella tarde a la procesión de la Virgen del Pilar. Antes de salir a buscarlo, escribió a su mujer una carta breve y tierna, en la cual le decía dónde tenía escondido su dinero, y le dio algunas instrucciones finales sobre el porvenir de los hijos. La dejó debajo de la almohada común, donde sin duda la encontraría su mujer cuando se acostara a dormir, y sin ninguna clase de adioses salió al encuentro de su mala hora
Aun las versiones menos válidas coinciden en que era un lunes típico del octubre caribe, con una lluvia triste de nubes bajas y un viento funerario. Medardo Pacheco, vestido de domingo, acababa de entrar en un callejón ciego cuando el coronel Márquez le salió al paso. Ambos estaban armados. Años después, en sus divagaciones lunáticas, mi abuela solía decir: «Dios le dio a Nicolasito la ocasión de perdonarle la vida a ese pobre hombre, pero no supo aprovecharla». Quizás lo pensaba porque el coronel le dijo que había visto un relámpago de pesadumbre en los ojos del adversario tomado de sorpresa. También le dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los matorrales, emitió un gemido sin palabras, «como el de un garito mojado». La tradición oral atribuyó a Papalelo una frase retórica en el momento de entregarse al alcalde: «La bala del honor venció a la bala del poder»…
El hecho dividió a las familias del pueblo, incluso a la del muerto. Una parte de ésta se propuso vengarlo, mientras que otros a me impresionaban tanto en la niñez que no sólo asumí el peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora, mientras lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por la mía.
A Papalelo lo trasladaron a Riohacha para mayor seguridad, y más tarde a Santa Marta, donde lo condenara un año: la mitad en reclusión y la otra en régimen abierto. Tan pronto como fue libre viajó con la familbreve tiempo a la población de Ciénaga, luego a Panamá, donde tuvo otra hija con un amor casual, y por fin al insalubre y arisco corregimiento de Aracataca, el empleo de colector de hacienda departamental.
Cuando el abuelo trató de entusiasmar a la familia con la fantasía de que allí –Aracataca- el dinero corría por las calles, Mina había dicho: «La plata es el cagajón del diablo». Para mi madre fue el reino de todos los terrores. El más antiguo que recordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era muy niña. «Se oían pasar como un viento de piedras», me dijo cuando fuimos a vender la casa. La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y el flagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería.
En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de un polvo astral. En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas. La United Fruit Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró los cuerpos del cementerio. (...)

La desdicha familiar culminó a los dos años de vivir en Aracataca, con la muerte de Margarita María Miniata, que era la luz de la casa. Su daguerrotipo estuvo expuesto durante años en la sala, y su nombre ha venido repitiéndose de una generación a otra como una más de las muchas señas de identidad familiar. Las generaciones recientes no parecen conmovidas por aquella infanta de faldas rizadas, botitas blancas y una trenza larga hasta la cintura, que nunca harán coincidir con la imagen retórica de una bisabuela, pero tengo la impresión de que bajo el peso de los remordimientos y las ilusiones frustradas de un mundo mejor, aquel estado de alarma perpetua era para mis abuelos lo más parecido a la paz. Hasta la muerte continuaron sintiéndose forasteros en cualquier parte (..)..
Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condición de hijo natural de una soltera que lo había tenido a la módica edad de catorce años por un tropiezo casual con un maestro de escuela. Se llamaba Argemira García Paternina, una blanca esbelta de espíritu libre que tuvo otros cinco hijos y dos hijas de tres padres distintos con los que nunca se casó ni convivió bajo un mismo techo. (...)